París en el siglo XX

"¡Oh!", se dijo, "no me voy a quedar un minuto más en esta caverna. ¡Mejor morirse de hambre!" ¡Tenía razón! ¿Qué podía hacer? ¿Ir a dar a la División de óperas y de óperas cómicas? ¡Jamás habría aceptado escribir los versos insensatos que exigían los músicos del momento!

¿Debía rebajarse al nivel de la revista, la fantasía y los encargos oficiales?

Pero en esos casos hacía falta ser maquinista o pintor, y no autor dramático, ingeniárselas para hallar un decorado nuevo y no otra cosa... En estos géneros se había ido muy lejos con la física y la mecánica. Sobre la escena se transportaban árboles verdaderos arraigados en cajas invisibles, trozos completos de tierra, selvas naturales y edificios construidos en piedra. Se representaba el océano con verdadera agua de mar, que se vaciaba todos los días ante los espectadores y que se renovaba al día siguiente.

¿Se sentía capaz Michel de imaginar ese tipo de cosas? ¿Poseía en sí mismo algo que le sirviera para actuar sobre las masas y las impulsara a verter en las cajas de los teatros lo que les sobraba en los bolsillos? ¡No! Cien veces no.

Sólo le quedaba una alternativa. Marcharse. Y eso hizo.

 

 

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