El monte Valérien se alzaba al fondo, a la derecha, Montmartre seguía esperando el Partenón que los atenienses habrían situado en esa acrópolis; a la izquierda, el Panteón, Notre-Dame, la Sainte-Chapelle, los Inválidos, y, más lejos, el faro del puerto de Grenelle que elevaba su aguda punta a ciento ochenta metros sobre la tierra.
Y abajo quedaba París y su acumulación de cien mil casas; entre ellas surgían las chimeneas de diez mil fábricas.
Más abajo, el otro cementerio; desde allí, algunos grupos de tumbas parecían pequeñas ciudades con sus calles, sus plazas, sus casas y sus iglesias y catedrales; fragmentos de una tumba más vanidosa.
Arriba, en fin, estaban los grandes balones armados de pararrayos, que acechaban el trueno, evitaban que cayera el rayo sobre casas mal protegidas y protegían a París de su desastrosa cólera.
A Michel le habría gustado cortar las cuerdas que retenían esos globos cautivos y que la ciudad se hundiera en un diluvio de fuego...
"¡Oh, París!", exclamó con un gesto de ira desesperada.
"¡Oh, Lucy!", murmuró, y cayó desvanecido sobre la nieve.