A las seis, estaba todo listo. El señor Fridriksson nos estrechó las manos. Mi tÃo le dio, en islandés, las gracias más expresivas por su amable hospitalidad. Yo, por mi parte, le saludé cordialmente en mi latÃn macarrónico. Montamos a caballo, y el señor Fridriksson me espetó con su último adiós este verso de Virgilio, que parecÃa hecho expresamente para nosotros, pobres viajeros que mirábamos con incertidumbre el camino:
El quacumque viam dederit fortuna sequamur.