Viaje al centro de la tierra

Hans y mi tío, recostados contra la pared, trataron de masticar algunos trozos de galleta. Prolongados gemidos se escapaban de mis labios tumefactos, y acabé por caer en un profundo sopor.

Al cabo de algún tiempo, mi tío se aproximó a mí y me levantó en sus brazos.

—¡Pobre criatura! —murmuró con acento de no fingida piedad.

Estas palabras me conmovieron, pues no estaba acostumbrado a oír ternezas al terrible profesor. Estreché entre las mías sus temblorosas manos, y él me miró con cariño. Sus ojos se humedecieron.

Le vi entonces coger la calabaza que llevaba colgada de la cintura, y con gran asombro mío, me la aproximó a los labios, diciéndome:

—Bebe.

¿Había entendido mal? ¿Se había vuelto loco mi tío? Lo contemplaba con una mirada estúpida sin querer comprenderle.

—Bebe —repitió él.

Y, alzando la calabaza, vertió su contenido entre mis labios.

¡Oh gozo incomparable! Un sorbo de agua exquisita humedeció mis ardorosas fauces; uno solo, es verdad, pero bastó para devolverme la vida que ya se me escapaba.

Di gracias a mi tío con las manos cruzadas.

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