Al día siguiente, partimos de madrugada. Teníamos que darnos prisa, porque nos hallábamos a cinco jornadas del punto de bifurcación de la galería subterránea.
No me detendré a detallar los sufrimientos de nuestro viaje de vuelta. Mi tío los soportó con la cólera de un hombre que no se siente ya más fuerte que ellos mismos; Hans, con la resignación de su naturaleza pacífica; yo, fuerza es que lo confiese, quejándome y desesperándome, sin valor para luchar contra mi mala estrella.
Como lo había previsto, faltó el agua por completo al finalizar la primera jornada; nuestra provisión de líquido quedó entonces reducida a ginebra; pero este licor infernal nos abrasaba el gaznate, y ni siquiera su vista podía soportar. La temperatura ambiente me parecía sofocante. El cansancio paralizaba mis miembros. Más de una vez estuve a punto de caer sin movimiento. Entonces hacíamos alto, y mi tío y el islandés me animaban todo lo mejor que podían. Pero yo bien veía que el primero apenas podía defenderse contra el extremado cansancio y las torturas nacidas de la privación de agua.
Por fin, el 8 de julio, arrastrándonos sobre las rodillas y las manos, llegamos, medio muertos, al punto de intersección de las dos galerías. Allí permanecí como una masa inerte, tendido sobre la lava. Eran las diez de la mañana.