Viaje al centro de la tierra

Capítulo XXIX

Cuando volví en mí, me encontré en una semioscuridad, tendido sobre unas mantas. Mi tío velaba, espiando sobre mi rostro un resto de existencia. A mi primer suspiro, me estrechó la mano: a mi primera mirada, lanzó un grito de júbilo.

—¡Vive! ¡Vive! —exclamó.

—Sí —respondí con voz débil.

—¡Hijo mío! —dijo abrazándome—, ¡te has salvado!

Me conmovió vivamente el acento con que pronunció estas palabras, y aun me impresionaron más los asiduos cuidados que hubo de prodigarme. Era preciso llegar a tales trances para provocar en el profesor semejantes expansiones de afecto.

En aquel momento llegó Hans: y, al ver mi mano entre las de mi tío, me atreveré a afirmar que sus ojos delataron una viva satisfacción interior.

God dag —dijo.

—Buenos días, Hans, buenos días —murmuré—. Y ahora, tío, dígame usted dónde nos encontramos en este momento.

—Mañana, Axel, mañana. Hoy estás demasiado débil aún; te he llenado la cabeza de compresas y no conviene que se corran: duerme, pues, hijo mío; mañana lo sabrás todo.

—Pero dígame usted, por lo menos, qué día y qué hora tenemos.

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