Viaje al centro de la tierra

Era una especie de pordioserillo miserablemente vestido, de aspecto bastante enfermizo, a quien nuestra presencia pareció intimidar extraordinariamente; cosa que a la verdad, no tenía nada de extraña, pues medio desnudos y con nuestras barbas incultas, teníamos muy mal cariz; y al menos que no nos hallásemos en un país de ladrones, nuestras extrañas figuras tenían necesariamente que amedrentar a sus habitantes.

En el momento en que el rapazuelo emprendió, asustado, la huida, corrió Hans detrás de él y lo trajo nuevamente, a pesar de sus puntapiés y sus gritos.

Mi tío comenzó por tranquilizarlo como Dios le dio a entender, y, en correcto alemán, le preguntó:

—¿Cómo se llama esta montaña, amiguito?

El niño no respondió.

—Bueno —dijo mi tío—; no estamos en Alemania.

Formuló la misma pregunta en inglés, y tampoco contestó el chiquillo. A mí me devoraba, la impaciencia.

—¿Será mudo? —exclamó el profesor, quien, orgulloso de su poliglotismo, repitió en francés la pregunta.

El mismo silencio del niño.

—Ensayemos el italiano —dijo entonces mi tío. Y le pregunto en esta lengua:

Dove siamo?

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