Viaje al centro de la tierra

—Sí, ¿dónde estamos? —repetí con impaciencia. Pero el niño no respondió tampoco.

—¡Demontre! —exclamó mi tío, que empezaba a encolerizarse, dándole un tirón de orejas—, ¿acabarás de reventar de una vez? Come si noma qaesta isola?

—Strombolí —repitió el pastorcillo, escapándose de las manos de Hans y emprendiendo veloz carrera a través de los olivos hasta llegar a la llanura, sin que nos volviéramos a ocupar más de él.

¡El Estrómboli! ¡Oh, qué efecto produjo en mi imaginación aquel nombre inesperado! Nos hallábamos en pleno Mediterráneo, en medio del archipiélago eolio, de mitológica memoria, en la antigua Strongyle, donde Eolo tenía encadenados los vientos y tempestades. Y aquellas montañas azules que se veían por el Este eran las montañas de Calabria. Y aquel volcán que se erguía en el horizonte del Sur era nada menos que el implacable Etna.

—¡El Estrómboli! —repetía yo—, ¡el Estrómboli!

Mi tío me acompañaba con sus gestos y palabras. Parecía que estábamos cantando un dúo.

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