Es tal la debilidad del género humano, y tal su perversidad, que sin duda vale más para él ser subyugado por todas las supersticiones posibles, siempre que no sean mortíferas, que vivir sin religión. El hombre siempre ha tenido necesidad de un freno, y aunque fuera ridículo hacer sacrificios a los faunos, a los silvanos, a las náyades, era mucho más razonable y más útil adorar a esas imágenes fantásticas de la divinidad que entregarse al ateísmo. Un ateo que fuese razonador, violento y poderoso sería un flagelo tan funesto como un supersticioso sanguinario.
Cuando los hombres no tienen nociones sanas de la divinidad, las sustituyen por las ideas falsas, como en los tiempos infaustos se trafica con la moneda falsa cuando no se tiene la buena. El pagano temía cometer un crimen por miedo a ser castigado por los falsos dioses. El malabar teme ser castigado por su pagoda. En todos los lugares donde hay una sociedad establecida es necesaria una religión; las leyes velan por los crímenes cometidos, y la religión por los crímenes secretos.
Pero una vez que los hombres llegan a abrazar una religión pura y santa, la superstición se convierte no solamente en inútil sino en muy peligrosa. No se debe tratar de alimentar con bellotas a quienes Dios se digna alimentar con pan.