La Isla del Dr. Moreau

Lo miré y sólo vi a un hombre de pelo blanco, de rostro pálido y de mirada tranquila.

Si no fuera por su serenidad, por ese toque casi de belleza que emanaba de su calma, y por su majestuosa figura, podría haber pasado inadvertido entre un centenar de decentes y ancianos caballeros. Entonces me estremecí. A guisa de respuesta a su segunda pregunta le tendí un revólver con cada mano.

–Quédeselos –dijo con un bostezo. Se levantó, me miró un instante y sonrió–. Ha tenido usted dos días muy agitados. Le aconsejo que duerma un poco. Me alegro de haber aclarado las cosas. Buenas noches.

Me examinó un momento reflexivamente y se marchó por la puerta interior. Cerré con llave de inmediato la puerta de fuera.

Volví a sentarme y estuve un rato como paralizado, tan agotado emocional, física y mentalmente, que no podía pensar salvo en lo que habíamos hablado. La ventana negra me miraba fijamente como un ojo. Por fin, haciendo un esfuerzo, apagué la lámpara y me tumbé en la hamaca. En seguida me quedé dormido.

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