La Isla del Dr. Moreau

Después del desayuno me acerqué hasta la entrada del recinto, que estaba abierta, y me detuve a fumar un cigarrillo y a disfrutar del frescor de la mañana. Al poco apareció Moreau, por una esquina, y me saludó.

Pasó a mi lado y le oí abrir la puerta a mis espaldas y entrar en su laboratorio. Tan acostumbrado estaba para entonces a los horrores del lugar que, sin el menor atisbo de emoción, escuché cómo el puma iniciaba un nuevo día de tortura. La víctima recibió a su verdugo con un furioso aullido.

Entonces sucedió algo inesperado. Todavía no sé muy bien qué fue. Oí un grito a mis espaldas, un derrumbamiento y, al volverme, vi un rostro espantoso que se abalanzaba sobre mí: no era humano ni animal, sino diabólico y oscuro, surcado de cicatrices rojas, con los ojos desprovistos de párpados e inflamados. Levanté un brazo para detener el golpe, que me hizo caer de cabeza y romperme el brazo, mientras el Monstruo, cubierto con vendas ensangrentadas, saltaba por encima de mí y desaparecía.

Rodé y rodé por la playa, intenté incorporarme y caí sobre el brazo roto. Entonces apareció Moreau, con su enorme cara blanca aún más terrible a causa de la sangre que brotaba de su frente. Llevaba un revólver en la mano. Apenas me miró, y salió corriendo precipitadamente tras el puma.

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