Por eso han muerto. Incluso el Recitador de la Ley. Y el Hombre del Látigo. ¡Grande es la Ley! Venid a ver.
–No hay escapatoria –dijo uno de ellos, mientras se acercaba a mirar.
–No hay escapatoria –dije yo–. Por lo tanto, escuchad y haced lo que os ordeno.
Se pusieron en pie, interrogándose con la mirada. –Quedaos ahí –dije.
Recogí las dos hachas y las colgué del brazo en cabestrillo; luego, le di la vuelta a Montgomery, cogí su revólver, viendo que aún le quedaban dos balas, y hurgando en su bolsillo encontré seis cartuchos más.
–Lleváoslo –dije, poniéndome otra vez en pie y señalando con el látigo el cadáver de Montgomery–. Lleváoslo de aquí y arrojadlo al mar.
Se acercaron, temerosos todavía de Montgomery, pero más temerosos aún del chasquido del látigo ensangrentado y, luego de algunos titubeos, restallidos de látigo y amenazas, lo levantaron con precaución, lo bajaron hasta la playa y se adentraron chapoteando en las relucientes olas.
–¡Venga! –dije–. ¡Adelante! ¡Lleváoslo lejos! Avanzaron hasta que el agua les llegó a los hombros, se detuvieron y me miraron.
–Soltadlo –dije.