La Isla del Dr. Moreau

Nos quedamos hablando en la toldilla hasta que el cielo se pobló de estrellas. Salvo algún ruido ocasional procedente del castillo de proa y algún movimiento de los animales, la noche estaba en calma. El puma, aovillado en un rincón de la jaula, nos miraba con ojos brillantes. Los perros parecían dormidos. Montgomery sacó unos cigarros.

Me habló de Londres con nostalgia, haciendo todo tipo de preguntas sobre los cambios que habían tenido lugar en la ciudad. Hablaba como alguien que hubiese amado esa vida y hubiese sido brusca e irrevocablemente apartado de ella. Yo le conté todo tipo de chismes sobre esto y aquello. No paraba de pensar en lo extraño que era y, mientras hablaba, escudriñaba su pálido semblante en la penumbra de la lantía de bitácora situada a mis espaldas. Luego miré hacia el mar oscuro, entre cuyas sombras se ocultaba su pequeña isla.

Se me antojaba que aquel hombre había salido de la inmensidad únicamente para salvarme la vida. Al día siguiente saltaría por la borda y desaparecería de mi existencia.



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