Arthur Bregg tenÃa motivos para sentirse aplastado, hundido, acabado. El veredicto de su amigo, el doctor Vasili, era inapelable: ? No sé lo que tienes, pero has de morir. Él tampoco sabÃa lo que tenÃa, no lo sabÃa nadie. ConducÃa su coche distraÃdo. La carretera era ancha y estaba despejada, cosa rara, como si ya estuviese viajando por los esotéricos caminos de la eternidad. Los faros barrÃan el asfalto. La noche era frÃa, casi gélida. Iba a morir. Vasili no podÃa equivocarse. Le habÃa sometido a toda clase de pruebas encefaloscópicas. El neurógrafo era infalible. Su mal radicaba en el cerebro. Le habÃa puesto un casco especial, provisto de «dedos» catódicos. Le sondeó durante diez horas seguidas, sin descanso, eficazmente. Luego le sometió a radiaciones iónicas, tipo «Swing». Al fin, decidió operarle. Por esto llevaba Arthur la señal lÃvida aún en la frente. Le anestesió y le extrajo el cerebelo, dejándole durante dos horas con la cabeza vacÃa. Vasili era de los pocos hombres capaces de realizar una operación semejante.