Por la autopista radial del Edimburgo de finales del actual siglo, un bólido rojo, deportivo, provisto de dos motores «Sincron» y alimentado por baterÃas de cadmio 66, desarrollaba una velocidad de doscientos kilómetros por hora.
Su conductor, un joven de veintiséis años, de facciones correctas y agradables, ojos inteligentes y oscuros, iba reclinado en su asiento, con los brazos cruzados, casi rÃgido, pendiente del tablero de control y de la autopista.
Hermes Burbidge, que asà se llamaba el joven, regresaba de ParÃs, Francia, donde habÃa dejado varios corazones rotos, deudas por valor de varios cientos de miles de francos, y un diploma «cum laude» expedido por la antigua y prestigiosa Universidad de la Sorbona.
Aparentemente, Hermes habÃa concluido sus estudios. SabÃa de ciencias naturales, de fÃsica y de quÃmica, todo cuanto sabÃan los más altos centros de enseñanza del mundo entero. HabÃa pasado una temporada en Moscú, otra en Massachusetts y, por último, tres años en ParÃs.
Asà lo habÃa querido su padre, el hombre que sólo vivÃa para el estudio, la investigación cientÃfica y su hijo.