Viaje al centro de la tierra

No tuve más remedio que seguirle, agarrándome a la barandilla con ansia. El viento me atolondraba; sentía el campanario oscilar bajo sus ráfagas; las piernas me flaqueaban; no tardé en subir de rodillas y acabé por trepar arrastrándome y con los ojos cerrados; el vértigo de las alturas se había apoderado de mí.

Por fin, con la ayuda de mi tío, que tiraba de mí, asiéndome por el cuello de la chaqueta, llegué cerca de la cúpula.

—Mira —me dijo mi verdugo—, y fíjate bien en todo; es preciso aprender a contemplar el abismo sin la menor emoción.

Entonces abrí los ojos y vi las casas como aplastadas por efecto de una terrible caída, en medio de la niebla producida por los humos de las chimeneas. Por encima de mi cabeza pasaban desgarradas las nubes, y, por una ilusión óptica que invertía los movimientos, me parecían inmóviles, en tanto que el campanario, la cúpula y yo éramos arrastrados con una velocidad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por un lado la campiña, tapizada de verdura y brillaba, por el otro, el azulado mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sund se descubría por la punta de Elsenor surcado por algunas velas blancas, que semejaban gaviotas, y entre las brumas del Este se esbozaba apenas las ondulantes costas de Suecia. Toda esta inmensidad se arremolinaba confusamente ante mis ojos.

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