La Divina Comedia

como era allí; porque si el Pietrapana

o el Tambernic, encima le cayese,

ni «crac» hubiese hecho por el golpe.

Y tal como croando está la rana,

fuera del agua el morro, cuando sueña

con frecuencia espigar la campesina,

lívidas, hasta el sitio en que aparece

la vergüenza, en el hielo había sombras,

castañeteando el diente cual cigüeñas.

Hacia abajo sus rostros se volvían:

el frío con la boca, y con los ojos

el triste corazón testimoniaban.

Después de haber ya visto un poco en torno,

miré, a mis pies, a dos tan estrechados,

que mezclados tenían sus cabellos.

«Decidme, los que así apretáis los pechos

—les dije— ¿Quiénes sois?» Y el cuello irguieron;

y al alzar la cabeza, chorrearon

sus ojos, que antes eran sólo blandos

por dentro, hasta los labios, y ató el hielo

las lágrimas entre ellos, encerrándolos.

Leño con leño grapa nunca une

tan fuerte; por lo que, como dos chivos,

los dos se golpearon iracundos.

Y uno, que sin orejas se encontraba

por la friura, con el rostro gacho,

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