Por más que aquella huida repentina
por la llanura a todos dispersara,
hacia el monte en que aguija la justicia,
a mi fiel compañero me arrimé:
¿pues cómo habría yo sin él corrido?
¿Quién por el monte hubiérame llevado?
Le creí descontento de sí mismo:
¡Oh qué digna y qué pura concïencia
con qué amargor te muerde un leve fallo!
Cuando sus pies dejaron de ir aprisa,
que a cualquier acto quítale el decoro,
mi pensamiento, empecinado antes,
reanudó su discurso, deseoso,
y dirigí mis ojos hacia el monte
que al cielo más se eleva de las aguas.
El sol, que atrás en rojo flameaba,
se rompia delante de mi cuerpo,
pues sus rayos en mí se detenían.
Me volví hacia los lados temeroso
de estar abandonado, cuando vi
sólo ante mí la tierra oscurecida;
y: «¿Por qué desconfías? —mi consuelo
volviéndose hacia mí empezó a decirme—
¿no crees que te acompaño y que te guío?
Es ya la tarde donde sepultado
está aquel cuerpo en el que sombra hacía;
no en Brindis, sino en Nápoles se encuentra.