de color de oro que el rayo refleja
contemplé una escalera que subía
tanto, que no alcanzaba con la vista.
Vi también que bajaba los peldaños
tanto fulgor, que pensé que la luz
toda del cielo allí se difundiera.
Y como, por su natural costumbre,
juntos los grajos, al romper del día,
se mueven calentando su plumaje;
después unos se van y ya no vuelven;
otros toman al sitio que dejaron,
y los demás se quedan dando vueltas;
me parecio que igual aconteciese
en aquel destellar que junto vino,
al llegar y pararse en cierto tramo.
Y aquel que más cercano se detuvo,
era tan luminoso, que me dije:
«Bien conozco el amor que me demuestras.
Mas aquella en que espero el cómo y cuándo
callar o hablar, estáse quieta; y yo
bien hago y, aunque quiero, no pregunto.»
Por lo cual ella, viendo en mi silencio,
con el ver de quien puede verlo todo,
me dijo: «Aplaca tu ardiente deseo.»
Y yo comencé así. «Mis propios méritos
de tu respuesta digno no me hacen;
mas por aquella que hablar me permite,