El Zarco

Doña Antonia, bajándose precipitadamente de la cerca, se dirigió vacilando como una ebria, pero corriendo hacia la casa y al cuarto de Manuela; estaba como antes, solitario, la cama deshecha, un baúl abierto. No cabía duda, la joven se había escapado; faltaba su mejor vestido, faltaban sus camisas bordadas, sus alhajas, su calzado nuevo de raso, sus rebozos. Se había llevado lo que podía caber en una pequeña maleta.

Entonces la infeliz anciana, convencida ya de su desdicha, cayó desplomada sobre el suelo y rompió a llorar, dando alaridos que hubieran conmovido a las piedras. Pasado al fin este arranque de dolor supremo, salió de la casa como una insensata, sin cuidarse de cerrarla, y se dirigió a la de su ahijada Pilar, que vivía por ahí cerca, en casa de unos tíos, porque era huérfana. Apenas pudo hablarles unas cuantas palabras para explicarles que Manuela había desaparecido y para rogarles que fuesen con ella a su casa a fin de cerciorarse del hecho.

Acompañáronla, en efecto, sorprendidos y asustados también, especialmente la bella y dulce joven, que lo mismo que su madrina no comprendía nada de tal misterio.


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