—Ya lo sé, ya lo sé, y lo espero a usted mañana, como siempre. Ahora es tiempo de que usted se vaya, es ya de noche y tiemblo de que le suceda a usted algo en este caminito de Yautepec a la hacienda, tan corto, pero tan peligroso… ¡Adiós! —dijo estrechando la mano de Nicolás, que fue a despedirse en seguida de Manuela, que le alargó la mano fríamente, y de Pilar, que lo saludó con su humilde timidez de costumbre.
Cuando se oyó en la calle el trote del caballo que se alejaba, la señora, que se había quedado triste y callada, suspiró dolorosamente.
—La única pena que tendré —dijo—alejándome de este rumbo, será dejar en él a este muchacho, que es el solo protector que tenemos en la vida. ¡Con qué gusto lo vería yo como mi yerno!
—¡Y dale, con el yerno, mamá! —dijo Manuela acercándose a la pobre señora y abrazándola cariñosamente—. ¡No piense en eso! Ya vamos a salir de aquí y tendrá otro yerno mejor.
—Este te ofrece un amor honrado —dijo la señora.
—Pero no un amor de mi gusto —replicó frunciendo las cejas y sonriendo, la hermosa joven.
—Dios quiera que nunca te arrepientas de haberlo rechazado.