Miércoles, 4
TENÍA razón mi padre al decir que el maestro estaba de malhumor porque no se encontraba bien, y desde hace tres días, efectivamente, le sustituye el suplente, el joven barbilampiño que parece poco más que un chiquillo.
Esta mañana sucedió una cosa desagradable. Ya el primer día y el segundo habían alborotado en la clase porque el suplente tiene mucha paciencia y no se hace respetar. No para de decir: «¡Estaos quietos y en silencio, por favor!» Pero esta mañana los chicos se han pasado de la raya. Tanto y tan fuerte se hablaba, que no se oían sus palabras; él amonestaba y suplicaba, mas no le hacían caso. Dos veces se asomó el Director y, al irse, crecía el murmullo, como en un mercado.
Garrone y Derossi hacían señas a sus compañeros para que guardasen buena compostura, ya que era una vergüenza lo que estaba sucediendo; pero inútilmente. Solamente estaban quietos y callados, Stardi, con los codos en el pupitre y los puños en las sienes, pensando, quizá, en su famosa biblioteca, y Garoffi, el de la nariz en forma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plumas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban bolitas de papel utilizando las ligas de los calcetines.