CUENTO MENSUAL
AQUELLA tarde la casa de Federico estaba más tranquila que de costumbre. El padre, que tenía una tienda-bazar, había ido a Forlí de compras; con él se había marchado la madre llevando a Luisita, su hermanita, para que la viese el oculista, que debía operarle un ojo enfermo; pensaban regresar a la mañana siguiente.
Poco faltaba para la medianoche. La mujer que prestaba sus servicios durante el día se había ido hacia el oscurecer. En la casa sólo quedaban la abuela, con las piernas paralizadas, y Federico, su nieto, de trece años. Era una casita de planta baja, situada en la carretera y como a un tiro de fusil de un pueblecito poco apartado de Forlí, ciudad de la Romaña, no habiendo cerca de ella más que una casa deshabitada, en ruinas desde hacía dos meses a causa de un incendio, y sobre la cual todavía se veía el letrero de una posada. Por detrás de la casita había un huertecito rodeado de setos, al que daba una puertecita rústica; la puerta de la tienda, que era también la de la casa, se abría sobre la carretera. En derredor se extendía la campiña solitaria con vastos campos de cultivo y plantas de moras.