Los Lanzallamas

El ojo globuloso y el labio despegado continúan inmóviles mirando el muro del cuartujo, la mano que soporta el revólver se separa despacio del pecho, cae sobre la pierna y el hombre entrecierra lentamente los párpados, mientras que su cabeza cae sobre el pecho. A Hipólita le parece comprender ese deseo del hombre de dormirse para siempre, sin morir, y se arrodilla. Instantáneamente ha pensado: “Sufriría menos por él si se hubiera matado”.

Ha pronunciado la oración sincera. Piensa: “Si estuviera Erdosain, comprendería”. No quiere ya mirar por el agujero. Lo ha visto todo. Se le cae la cabeza de fatiga, como si hubiera girado mucho sobre sí misma. Las tinieblas dan grandes barquinazos en el vértice de sus ojos. Con las pupilas deslumbradas y con las manos extendidas en la oscuridad, se deja caer en su cama. Una náusea profunda solivianta su estómago. ¡El viejo ha tenido miedo de matarse! La frente de Hipólita suda. Una fuerza misteriosa la inclina horizontalmente de pies a cabeza con tan suave vaivén, que el sudor frío brota ahora de todos los poros de su cuerpo. Sus brazos yacen caídos, vacíos de energía. En el estómago le golpean blandamente viscosidades repugnantes. Y se sumerge en la inconsciencia pensando:

“Mañana le diré que sí al Astrólogo”.

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