Los Lanzallamas

La sed le llega hasta los intestinos resecos como cordeles. El charco de aguas y orines, donde herraban los caballos, a poca distancia de la fragua, reaparece ante sus ojos. Haffner lo desea ansiosamente en pensamiento; quisiera arrastrarse de rodillas hasta allí, de rodillas sorber a tragos, pegando la nariz al agua. Le duele el pulmón, pero eso ¿qué importa? Sabe que va a morir, mas su quebranto nace de esta sed que está apergaminándole la carne, curtiéndole la boca con sequedad de salitre. Y su brazo, que era tan potente, y derribó tantas mujeres a bofetadas, ¡ahora ni se puede mover para espantar las moscas!

En realidad, en su cuerpo flota el recuerdo como el gas dentro de una campana. Comprende que va a morir, pero esta certidumbre no le causa ningún temor. En cambio, el sol, que a través de sus párpados desplaza neblinas rojas, le aturde como si estuviera meciéndose en la cresta de una nube.

La misteriosa voz repite de nuevo en sus oídos:

—¿Quién fue que te tiró? ¿El Lungo o el Pibe Miflor? ¿Es cierto que vos te llevaste la mujer del Pibe Miflor?

Y otra voz, más ronca, rezonga:

—A estos hijos de puta habría que ahorcarlos a todos.

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