Los Lanzallamas

EL PROYECTO DE EUSTAQUIO ESPILA

A pesar de encontrarse Ramos Mejía a treinta minutos de la Avenida de Mayo, y la casa de los Espila a siete cuadras de Rivadavia, el Sordo Eustaquio y Emilio hacía dos días que no comían. Comer significa echar algo al estómago. Devorar una cáscara de pan seco es comer. Bueno, Eustaquio y Emilio llevaban dos días sin echar al estómago ni una sola cáscara de pan seco.

Luciana, Elena y su madre, sitiadas por el hambre, se habían refugiado en la casa de unos parientes hasta que la tempestad amenguara. Cuidando los restos de los muebles, Emilio y Eustaquio quedaron en el reducto. Eso sí: tenían tabaco en abundancia, y Emilio cada cinco minutos encendía un cigarrillo; luego, girando sobre el colchón, se volvía hacia el lado de la pared “para no mirarlo a ese bellaco del Sordo”. Éste, con las piernas suspendidas en el aire, permanecía sentado a la orilla del catre, la gorra enfundada hasta las orejas y mirando ceñudamente la puerta del cuartujo, como si esperara ver entrar por allí a la diosa Providencia cargada de un cesto repleto de costillas de ternera, mazos de espárragos y cachos de bananas o mazos de ananás. Tenía la misma cantidad de hambre que un tigre en ayunas.

Una lámpara de acetileno iluminaba con su fúlgida llama a los dos hermanos silenciosos, en aquel reducto de murallas de cinc que constituía el dormitorio común.

eXTReMe Tracker