Los Lanzallamas

El Sordo, haciendo valer sus derechos de sabiduría en matemáticas y química, ocupaba el catre. Emilio meditaba tristemente, en una colchoneta tendida en el suelo, en los treinta años que contaba de vida, y con las manos bajo la nuca, mirando al cielo raso, se preguntaba si en Ramos Mejía podía encontrarse un desgraciado más famélico que él. Al mismo tiempo soslayaba con cierto furor al Sordo, tal si lo responsabilizara de sus desgracias. El Sordo, impasible, engorrado como un tahur, esgarraba escupitajos que proyectaba despectivamente tras el respaldar de su catre. Luego con la manga del saco se frotaba el moco prendido entre las barbas, y continuaba examinando caviloso la entrada del reducto.

Emilio sentía crecer su indignación contra el Sordo. Soliloquiaba:

―Penzar que ezte puerco zabe cálculo infinitezimal, y pareze un bribón ezcapado de la Corte de loz Milagroz. ¿Para qué le zervirá el cálculo infinitezimal? —una racha de aire lo estremeció de frío.

El viento entraba abundantemente por allí, moviendo la fúlgida llama de la lámpara de acetileno. La sombra del Sordo, sobre el plano ondulado de las chapas, se meneaba fantásticamente como la de un Bubú de Montparnasse57.

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