Los Lanzallamas

Erdosain se recordaba a sí mismo como un chiquillo hosco, enfurruñado, que piensa con terror en la hora de ir a la escuela. Allí todo le era odioso. En la escuela había chicos brutales con los que tenía que trompearse de vez en cuando. Por otra parte, los niños bien educados rehuían su trato silvestre y se espantaban de ciertas precoces ideas suyas, observándolo con cierto desprecio mal encubierto. Este desdén de los débiles le resultaba más doloroso que los golpes cambiados con otros chicos más fuertes que él. El niño insensiblemente se fue acostumbrando a la soledad, hasta que la soledad se le hizo querida. Allí no podía entrar a buscarlo el desprecio de los chicos educados, ni la odiosa querella de los fuertes.

En la soledad, recuerda Erdosain que el chico Remo se movía con agilidad feliz. Todo le pertenecía: gloria, honores, triunfos. Por otra parte, su soledad era sagrada; no se daba conscientemente cuenta de ello, pero ya observaba que en la soledad ni su mismo padre podía privarle de los placeres de la imaginación.

Sin embargo, esa mañana de domingo, mientras las campanas de la iglesia de la Piedad llamaban a los feligreses, Erdosain, vestido, se quedó recostado en su lecho, fijando su trabajo mental en un recuerdo de su infancia. Sin explicación aparente, este recuerdo ennitidece en su memoria a medida que pasan los minutos:

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