Los Lanzallamas

—Ufa, que zoz molezto… Claro que eztá en el itinerario de hoy. Claro… Ufa79.

La avenida de veredas amarillas y calzada gris se extiende silenciosa bajo el cielo azul de loza de la tibia mañana. Acacias copudas reverdecen intensamente.

Emilio mira pensativamente las casas, de las cuales casi todas tienen un jardín al frente. El lazarillo adivina en ella oasis de gente feliz. Tan feliz, que no persigue la prodigiosa vegetación de bichos canastos que tranquilamente se dejan caer de las casas hacia las veredas por su plateado hilo de seda.

Un piano suena a poca distancia con el eterno “do, re, mi, fa” que unas manos sin experiencia arrancan del teclado. Sin embargo, los sonidos tardíos infiltran en la atmósfera azul de la mañana cierta dulzura meditativa.

Una chica de quince años, pollera rosa y sin medias, en chancletas, está en la puerta de su casa. Mira enfurruñada la distancia.

Los dos perdularios se acercan lentamente. Cuando ya están próximos, Emilio se quita el sombrero, y el Sordo se detiene, esquivo como un mulo, junto al pilar de la puerta. Las siniestras gafas del hombre alto sobrecogen un instante a la mocita, y Emilio dice:

—Zeñorita… ¿no quiere comprar un paquete de carameloz para auxiliar al pobre ziego?

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