Los Lanzallamas

Debía estar fatigado. A pesar de que el tiempo urgía se dejó caer pesadamente en el sillón forrado de terciopelo verde, frente al enchapado armario antiguo. El viento que entraba por la puerta entreabierta hacía oscilar las telarañas suspendidas entre el cielo raso y la estrecha ventana protegida por el nudoso enrejado.

Permaneció así algunos minutos, sumergido en las meditaciones que preceden a la fuga.

—Buenas noches.

Levantó la cabeza, y encontró la figura de Hipólita, detenida en el centro del otro cuarto, empinada en la punta de sus pies y envuelta en su tapado color de piel de becerro. Ella permanecía inmóvil, fina, delicada, mientras que bajo la visera verde de su sombrero la mirada desteñida y recelosa iba sucesivamente del cadáver al Astrólogo.

—Buenas noches, he dicho. ¿Tenemos carnicería? Bonita manera de recibirla a una.

El Astrólogo, ceñudo, no contestó. Con media cara apoyada en la palma de la mano la miraba sin mover los párpados. Hipólita continuó:

—Siempre has de ser el mismo mal educado. Todavía no me ofreciste asiento.

Hablaba así, sonriendo, pero su mirada desteñida y recelosa iba del cadáver al Astrólogo. Bajo la lámpara incandescente el muerto, descalzo y encogido, era un bulto sucio. El Astrólogo susurró:

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