La barra de los tres golpes

Como en agosto vencía el plazo de presentación, todas las noches nos reuníamos en la Biblioteca de Maestros, frente a la Plaza Rodríguez Peña, porque tenía mayor variedad de libros que la nuestra, donde abundaban los volúmenes con capítulos enteros, arrancados o destrozados. En aquélla había, además, mejor luz, más silencio y se estudiaba mejor; pero como a la hora en que llegábamos, apenas salidos de la oficina había alumnas de es cuelas secundarias femeninas, la posibilidad de concentración quedaba anulada.

En vano hurgábamos textos, pasábamos las páginas; nuestros ojos se clavaban en los ojos de las bonitas niñas, nuestro pensamiento se alejaba de los autores y toda nuestra mente volaba al lugar donde estaban nuestras hermosas colegas.

¿Qué podía importarnos el esqueleto de los marsupiales, o las: monocotiledóneas o los quelonios si allí cerquita estaban las más hermosas obras de la creación?

La vista eludía la letra impresa y se dirigía, anhelante, al lugar donde estaban las muchachas, que experimentaban igual sensación; y cuando las miradas se encontraban bajaban los rostros, un, pálido rubor subía a las mejillas y el corazón latía con más prisa.

 

 

 

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