La barra de los tres golpes

Parece imposible que una contienda de esa naturaleza pueda acaparar el entusiasmo de millones de personas en tal forma que llegan hasta el abandono de sus actividades fundamentales para concentrar su mente en un partido.

En este siglo de maravillosos avances del pensamiento, cuesta creer que la consagración de los hombres a la lucha contra los males que afligen a la humanidad, tenga menos trascendencia y pasión popular que un deporte transformado en un espectáculo lucrativo; menos aún puede concebirse que el nombre del dador de un feliz puntapié sea coreado con más fanatismo y amor que el de un sabio cuyas investigaciones permitieron concluir con males que asolaron a la humanidad, o el de un trabajador que consagró su existencia al servicio de sus semejantes.

Pero la realidad era más fuerte que la lógica y en todo el mundo seguíase la alternativa de los partidos. A la rueda final, al encuentro que definía el campeonato, habían llegado los dos grandes rivales del río de la Plata: Argentina y Uruguay.

Desde temprana hora de la tarde los pueblos de ambas naciones sólo vivían pendientes de las noticias que transmitían las radios.

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