Alicia en el País de las Maravillas

Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le pareció a Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se dijo para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo menos podría responder cuando se le pregunta algo.»

—¿Qué tengo que hacer para entrar? —repitió ahora en voz alta.

—Yo estaré sentado aquí —observó el lacayo— hasta mañana…

En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.

—… o pasado mañana, quizás —continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si no hubiese pasado absolutamente nada.

—¿Qué tengo que hacer para entrar? —volvió a preguntar Alicia alzando la voz.

—Pero ¿tienes realmente que entrar? —dijo el lacayo—. Esto es lo primero que hay que aclarar, sabes.

Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.

—¡Qué pesadez! —masculló para sí—. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas! ¡Hay para volverse loco!

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