Las Aventuras de Sherlock Holmes

II

En Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez allí alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco millas por los encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido, con un sol resplandeciente y unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Los árboles y los setos de los lados empezaban a echar los primeros brotes, y el aire olía agradablemente a tierra mojada. Para mí, al menos, existía un extraño contraste entre la dulce promesa de la primavera y la siniestra intriga en la que nos habíamos implicado. Mi compañero iba sentado en la parte delantera, con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y la barbilla hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos pensamientos. Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y señaló hacia los prados.

—¡Mire allá! —dijo.

Un parque con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones grises y el alto tejado de una mansión muy antigua.

—¿Stoke Moran? —preguntó.

—Sí, señor; ésa es la casa del doctor Grimesby Roylott —confirmó el cochero.

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