El último de los Mohicanos

En ese momento de tanta incertidumbre, Duncan no dejó de observar los alrededores, sin recurrir a la protección de las rocas que tan imprescindible había sido poco antes. Sin embargo, cualquier esfuerzo por detectar la presencia de sus ocultos enemigos resultó igualmente infructuoso. Las arboledas de las orillas parecían estar de nuevo despojadas de cualquier vestigio de vida animal. El tumulto que había resonado momentos antes por todo el bosque dejó paso al silencio, a excepción del suave rumor de las aguas que se percibía en el aire, en medio de la dulzura de la naturaleza. Un halcón pescador que había sido testigo de la lucha desde las ramas más altas de un pino seco descendía ahora de su punto de observación para efectuar vuelos rasantes sobre su presa; mientras un jilguero, cuyo ruidoso canto había sido acallado por los aún más ruidosos gritos de los salvajes, se aventuró de nuevo a dar rienda suelta a su discordante voz como si tomara posesión de nuevo de sus dominios. Estos componentes naturales de la escena inspiraron en Duncan un atisbo de esperanza y le indujeron a concentrarse más en ideas positivas y renovadoras, experimentando con ello una especie de sensación de triunfo progresiva.

—No hay rastro de los hurones —le dijo a David, quien aún no se había recuperado del todo de su golpe—. Escondámonos en la caverna y que la Divina Providencia disponga lo que sea.

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