El último de los Mohicanos

—Recuerdo estar acompañando a dos bellas muchachas en la acción de cantar alabanzas y gratitudes —le contestó el aturdido maestro de canto—. Desde entonces he sido puesto a prueba por mis pecados. Me he quedado ridículamente inconsciente, mientras mis oídos han sido torturados por los sonidos de la discordia durante lo que parecía una eternidad, dando la sensación de que la naturaleza hubiese perdido todo sentido de armonía.

—¡Pobre hombre! ¡En verdad, parecía que a usted le había llegado su hora! Pero venga conmigo y le llevaré a donde sólo tendrá que oír los sonidos de sus salmos.

—¡Las aguas de la catarata tienen su propia melodía, y el correr de las aguas es gratificante para los sentidos! —dijo David, llevándose la mano a la frente—. ¿Es que ya no se oyen gritos y alaridos, como si las almas perdidas de los condenados…?

—Ya no, ya no —le interrumpió Heyward, impaciente—. ¡Han cesado de chillar, y confío en Dios para que también se hayan ido! Todo está tranquilo salvo las aguas; vámonos dentro pues, y así podrá crear usted los sonidos que tanto le agradan.

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