El último de los Mohicanos

La sonrisa de David denotaba tristeza, pero al mismo tiempo no carecía de cierta alegría ante la mención de su amada vocación. Ya no se mostraba reacio a ser conducido hacia algo que le prometía verdadero placer a su ánimo cansado. Apoyándose en el brazo de su compañero, entró por la diminuta boca de la cueva. Duncan se hizo con una abundante cantidad de sasafrás, colocándolo cuidadosamente delante del pasadizo y disimulando así la entrada para que no fuera detectada. Detrás de tan frágil barrera situó las mantas que habían dejado los hombres del bosque, oscureciendo de este modo el extremo interior de la caverna, mientras que la parte más externa de la misma recibía una discreta cantidad de luz desde la estrecha garganta atravesada por uno de los brazos del río, antes de unirse éste a su complementario unos metros más abajo.

—No me gusta ese principio por el que se rigen los nativos, según el cual han de sucumbir sin ofrecer resistencia cuando la situación se torna desalentadora —dijo el joven mientras se ocupaba de los trabajos mencionados—. Nuestra máxima, literalmente: «Mientras haya vida, hay esperanza», consuela más y es más adecuada para la mentalidad de un soldado. A ti, Cora, no te dirigiré palabras de ánimo innecesarias, ya que tu propia fortaleza y tu estabilidad te dictarán todo lo debes hacer; pero ¿cómo podremos calmar las lágrimas de la temblorosa chiquilla que te abraza?

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