El último de los Mohicanos

—¿Tan apreciado es este lugar? —preguntó Heyward, mientras inspeccionaba con mayor detalle el hoyo en el que se encontraban, junto con su manantial rodeado de tierra de color marrón oscuro.

—Son pocos los pieles rojas en el área que va desde el norte al sur de los grandes lagos que desconozcan sus características. Pruebe el agua usted mismo.

Heyward tomó el cuenco y, tras beber una pequeña cantidad, tiró el resto haciendo muecas de desagrado. El explorador se rió para sus adentros e hizo un gesto negativo con la cabeza, como si se lo hubiera esperado.

—Claro, no está acostumbrado al sabor; hubo un tiempo en que tampoco a mí me gustaba, pero ahora me refresca y la consumo al igual que el ciervo en los lamederos[19]. Los vinos más caros de la civilización no son mejor apreciados que este agua para los labios de un indio, en especial para fines curativos. En fin, Uncas ya ha terminado de preparar la comida y debemos reponer fuerzas, ya que nuestro viaje va a ser largo.

Tras poner fin a la conversación de esta forma tan abrupta, el explorador se ocupó en consumir la carne que no habían empezado los hurones. El acto de comer en sí fue un proceso breve y funcional para él y los mohicanos, casi tanto como los preparativos para el mismo. Ingirieron los sencillos alimentos en silencio, con la diligencia de aquéllos que sólo se nutren con el fin de resistir grandes esfuerzos y rendir mucho físicamente.

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