El último de los Mohicanos

Durante la tarde del quinto día del asedio, y el cuarto de su propia estancia en el lugar, el comandante Heyward se había subido a uno de los bastiones de agua para respirar el aire fresco que provenía del lago, a la vez que para observar el estado de las cosas desde allí. Estaba solo, a excepción del centinela que montaba guardia en ese sector, ya que los artilleros disfrutaban de un momentáneo descanso de sus arduas labores. La tarde resultó ser tranquila y apacible, la ligera brisa que emanaba de las aguas gratificante, daba la sensación de que, al cesar los rugidos de la artillería y los estallidos de los fusiles, la naturaleza había aprovechado la ocasión para mostrarse con toda su belleza y esplendor. El sol vertía sus anaranjados rayos por todo el paisaje, indicando la cercanía del crepúsculo. Las montañas reflejaban ese hermoso verdor tan propio del clima y la época del año que transcurría, variando su tono de acuerdo con la intensidad de la luz, mientras se interponían de modo intermitente unas leves nieblinas entre ellas y el sol. Sobre las aguas del Horicano se veían sus numerosas islas, algunas tan llanas que parecían estar semi-hundidas, mientras que otras se alzaban plenamente sobre el nivel del elemento líquido, confiriéndoles el aspecto de pequeños montecillos de terciopelo verde. Allí podía verse cómo los pescadores, pertenecientes al ejército situado en sus costas, remaban plácidamente o flotaban quietos, mientras realizaban sus tareas.

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