El último de los Mohicanos

—Monsieur de Montcalm, le escucharemos —añadió el veterano, ya con más tranquilidad, al concluir Duncan su labor.

—Conservar el fuerte a estas alturas es una pretensión imposible —dijo el enemigo con diplomacia—. Los intereses de mi monarca dictan que la fortaleza sea destruida; pero, en lo que se refiere a ustedes y a sus valientes camaradas, se les concederán todos los privilegios dignos de los buenos soldados.

—¿Nuestros colores? —preguntó Heyward.

—Llévelos a Inglaterra y muéstrelos a su rey.

—¿Nuestras armas?

—Quédenselas; nadie puede utilizarlas mejor.

—¿Nuestra marcha? ¿El momento de la rendición?

—Todo ello se hará de la manera más honorable para ustedes.

Duncan se volvió para comunicarle las propuestas a su superior, el cual le escuchó sobrecogido por lo atípico de dichas condiciones, así como por la generosidad de las mismas.

—Vaya usted, Duncan —dijo el anciano—, vaya con este marqués, que supongo que lo será, hasta su caseta y haga todos los preparativos. En toda mi vida hay sólo dos cosas que jamás creí tener que presenciar: que un inglés tenga tanto miedo que no quiera auxiliar a un amigo y que un francés no saque provecho de una situación de ventaja.

eXTReMe Tracker