El último de los Mohicanos

—Déjenme hacer un esfuerzo por caminar —les dijo ruborizándose cuando ya se habían introducido en el bosque, discretamente avergonzada de estar tanto tiempo en brazos de Duncan—; ya me encuentro mejor.

—No, Alice, aún estás demasiado débil.

La dama opuso una leve resistencia para librarse de Heyward, y éste se vio obligado a tener que complacer tan delicados deseos. El portador del disfraz de oso no se percató en ningún instante de las tiernas emociones del joven enamorado, y desde luego era totalmente ajeno a los sentimientos de pudor que dominaban a la temblorosa Alice. No obstante, cuando por fin se encontraron a una distancia prudencial de las edificaciones del poblado, hizo una pausa y comenzó a hablar de un asunto que sí dominaba a la perfección.

—Este camino les llevará hasta el riachuelo —explicó—. Sigan por su orilla norte hasta que lleguen a una catarata; suban la colina que se encuentren a la derecha, y verán las hogueras del otro pueblo indio. Allí deben dirigirse y pedir protección. Si son verdaderos delaware, estarán ustedes a salvo. Una huida recorriendo grandes distancias con esta delicada mujer está fuera de toda posibilidad. Los hurones nos seguirían el rastro y se ganarían nuestras cabelleras antes de que hayamos cubierto quin-ce kilómetros. Vayan, y que la Divina Providencia les acompañe.

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