El último de los Mohicanos

Un gruñido tan vivamente feroz y verosímil provino de la bestia que el joven indio bajó su brazo y se apartó impresionado, como si quisiera asegurarse de que no era un oso auténtico el que tenía ante sí. Ojo de halcón, temiendo que sus enemigos le descubrirían por su voz al hablar, aprovechó la interrupción y continuó vociferando las desentonadas notas musicales a modo de exabrupto repentino, profiriendo unos sonidos que cualquier persona civilizada calificaría como un estruendo caótico. Entre sus oyentes, sin embargo, le garantizaba ese respeto que los salvajes siempre profesaban hacia aquellos que sufrían de evidente enajenación mental. El pequeño grupo de indios se retiró a un lado y permitieron que el hechicero y su inspirado ayudante prosiguieran su camino.









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