EL quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues apenas cabían en él un farol y el farolero que lo habitaba. El principito no lograba explicarse para qué servirían allí, en el cielo, en un planeta sin casas y sin población un farol y un farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
«Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil».
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué acabas de apagar tu farol?
—Es la consigna —respondió el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas noches!
Y encendió el farol.
—¿Y por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el principito.