El Principito

Después de dos horas de caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar. Yo las veía como en sueño, pues a causa de la sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito danzaban en mi mente.

—¿Tienes sed, tú también? —le pregunté.

Pero no respondió a mi pregunta, diciéndome simplemente:

—El agua puede ser buena también para el corazón…

No comprendí sus palabras, pero me callé; sabía muy bien que no había que interrogarlo.

El principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo:

—Las estrellas son hermosas, por una flor que no se ve…

Respondí «seguramente» y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna.

—El desierto es bello —añadió el principito.

Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio…

—Lo que más embellece al desierto —dijo el principito— es el pozo que oculta en algún sitio…

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