Los hermanos Karamazov

—Señores, todos nosotros somos crueles, verdaderos monstruos. Hacemos llorar a las madres y a los niños. Pero yo soy el peor de los hombres. Todos los días me golpeaba el pecho y me juraba enmendarme, y todos los días cometía las mismas vilezas. Ahora comprendo que a los hombres como yo les hace falta el azote del destino y un lazo, una fuerza exterior que los sujete. Jamás habría podido volver a levantarme sin esta ayuda. El rayo ha caído. Acepto las torturas de la acusación y de la vergüenza pública. Quiero sufrir y redimirme con el sufrimiento.

Tal vez lo consiga, ¿no les parece, señores? Oigan esto por última vez: yo no he derramado la sangre de mi padre. Acepto el castigo no por haberlo matado, sino por haberme propuesto matarlo y porque tal vez lo habría hecho. Sin embargo, estoy decidido a luchar contra ustedes: no lo oculto. Lucharé hasta el final, y luego será lo que Dios quiera. Adiós, señores. Perdónenme que me haya acalorado durante el interrogatorio. Entonces aún no estaba en mi juicio. Dentro de unos instantes seré un preso. Por última vez, Dmitri Karamazov les tiende su mano como hombre libre. Al decirles adiós, me despido del mundo.

La voz le temblaba. En efecto, había tendido su mano. Pero Nicolás Parthenovitch, que era el más próximo a él, ocultó la suya con un movimiento convulsivo. Mitia lo advirtió y se estremeció. Dejó caer el brazo.

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