Los hermanos Karamazov

—La investigación no ha terminado —dijo el juez, un poco confuso—, sino que va a continuar en la ciudad. Por mi parte, le deseo que consiga justificarse. Yo, personalmente, Dmitri Fiodorovitch, lo he considerado siempre más infortunado que culpable. Todos los que estamos aquí..., pues me atrevo a hablar en nambre de todos..., vemos en usted un joven noble en el fondo, pero que se deja arrastrar por las pasiones excesivamente.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el pequeño juez con gran empaque. A Mitia le pareció que aquel chiquillo iba a cogerle del brazo para llevarlo a un rincón y continuar su última charla sobre jovencitas. Es chocante las cosas absurdas que se piensan a veces, incluso los criminales que van camino del suplicio.

—Señores, ustedes son buenos, humanos. ¿Me permiten que le diga adiós por última vez?

—Desde luego, pero en nuestra presencia.

—De acuerdo.

Se trajo a Gruchegnka, pero el adiós fue lacónico y defraudó a Nicolás Parthenovitch. Gruchegnka, profundamente emocionada, dijo a Mitia:

—Soy tuya, te pertenezco para siempre y te seguiré a todas partes. Sin ser culpable, lo has perdido. Adiós.

Lloraba; temblaban sus labios.

—Perdóname, Grucha, por amarte, por haberte perdido con mi amor.

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