—Sí, oía hablar de ti y pensaba en ti... Y si es el amor propio el que te ha llevado a hacer esa pregunta, no importa.
—¿No has observado, Karamazov, que estas explicaciones parecen una declaración de amor? —preguntó Kolia en voz baja y como avergonzado—. ¿No es esto ridículo?
—De ningún modo —repuso Aliocha firmemente y con una radiante sonrisa—.
Y aunque fuera ridículo no importaría, puesto que estamos obrando bien.
—Reconoce, Karamazov, que también tú estás un poco avergonzado. Lo veo en tus ojos.
Kolia sonreía, ladino y feliz.
—No sé por qué he de avergonzarme —dijo Aliocha.
—Sin embargo, has enrojecido.
—¡Porque tú me has hecho enrojecer! —exclamó Aliocha riendo y, en efecto, sonrojado. Un tanto aturdido, añadió—: En verdad, estoy un poco avergonzado, pero no sé por qué...
—En este momento te aprecio y te quiero mucho más —exclamó Kolia con vehemencia—, precisamente porque te sonrojas como yo, porque eres como yo.
Sus mejillas echaban fuego; sus ojos centelleaban.
—Oye, Kolia —dijo de pronto Aliocha—,vas a ser muy desgraciado en la vida.