Condúzcalo a través de las tinieblas. Tiene usted el deber de hacerlo.
Aliocha dijo esto enérgicamente y subrayando la palabra «deber».
—Debo, pero no puedo —gimió Katia—. Me mirará a los ojos. ¡No, no puedo!
—Los dos deben mirarse a los ojos. No podrá usted vivir si no lo hace.
—Prefiero sufrir durante toda mi vida.
Pero Aliocha insistió tenazmente:
—Es preciso que vaya, es preciso.
—¿Pero por qué he de ir en seguida? Hoy me es imposible: no puedo dejar solo a Iván.
—Estará solo poco tiempo; pronto volverá usted. Si no va a verle, esta noche se pondrá enfermo. Le estoy diciendo la verdad. Compadézcase de él.
—Compadézcame usted a mí —replicó amargamente Katia. Y se echó a llorar.
—Ya veo que irá —dijo Aliocha, seguro de ello ante aquellas lágrimas—. Voy a decírselo.
—¡No, no se lo diga! —exclamó Katia, aterrada—. Iré, pero no se lo diga. A lo mejor, no me atrevo a pasar de la puerta... Aún no estoy decidida...
Su voz se apagó. Katia respiraba con dificultad. Aliocha se levantó y se dispuso a marcharse.
—Podría encontrarme con alguien —dijo Katia de pronto, volviendo a palidecer.