Los hermanos Karamazov

Fiodor Pavlovitch y su hijo llegaron en un coche de alquiler deteriorado, aunque bastante espacioso, tirado por dos viejos caballos que seguían a la calesa a una respetuosa distancia. A Dmitri se le había anunciado el día anterior la hora de la reunión, pero aún no había llegado. Los visitantes dejaron sus coches en la posada, inmediata a los muros del recinto, y cruzaron a pie la gran puerta de entrada. Excepto Fiodor Pavlovitch, ninguno de ellos había visto el monasterio.

Miusov, que no había entrado en una iglesia desde hacía treinta años, miraba a un lado y a otro con una mezcla de curiosidad y despreocupación. Aparte la iglesia y las dependencias —y éstas eran bastante vulgares—, el monasterio no ofreció nada de particular a su espíritu observador. Los últimos fieles que salían de la iglesia se descubrían y se santiguaban. Entre la gente del pueblo había algunas personas de más altas esferas: dos o tres damas y un viejo general, que habían dejado también sus coches en la posada.

Los mendigos rodeaban a los visitantes, pero nadie les daba nada. Sólo Kalganov sacó diez copecs de su monedero y, turbado no se sabía por qué, los entregó rápidamente a una buena mujer, a la que dijo en voz baja:

—Para que os lo repartáis.

Ninguno de sus compañeros hizo el menor comentario, y esto aumentó su confusión.

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