Los hermanos Karamazov

Parecía lógico que alguien hubiera acudido a recibir a nuestros visitantes, a incluso a testimoniarles cierta consideración. Uno de ellos había entregado en fecha reciente mil rublos al monasterio; otro era un rico propietario que tenía a los monjes bajo su dependencia en lo referente a la pesca y a la tala de árboles, y los tendría hasta que se fallara el pleito. Sin embargo, allí no había ningún elemento oficial para recibirlos.

Miusov miraba con expresión distraída las losas sepulcrales diseminadas en torno de la iglesia. Estuvo a punto de hacer la observación de que los ocupantes áè aquellas tumbas debían de haber pagado un alto precio por el derecho de ser enterrados en un lugar tan santo, pero guardó silencio: su irritación se había impuesto a su ironía habitual. Luego murmuró como si hablara consigo mismo:

—¿A quién diablos hay que dirigirse en esta casa de tócame Roque?

Necesitamos saberlo, porque el tiempo pasa.

De pronto se presentó ante ellos un personaje de unos sesenta años, que llevaba una amplia vestidura estival, calvo, de mirada amable. Con el sombrero en la mano, se presentó. Dijo ceceando que era el terrateniente Maximov, de la provincia de Tula. Se había compadecido del desconcierto de los visitantes.

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